Todo parecía suceder en esa terrible tarde de lluvia...
El viento hacia temblar las ventanas y los viejos postigones chirriaban y se golpeteaban con el sonido más tenebroso por mi conocido. Gruesos chorros caían con fuerza desde el cielo como si los mares se hubieran dado vuelta y se ensañaran con nosotros. El agua se escurría por todos lados creando grandes lagunas en el campo. Algunas rendijas goteaban y silbaban extraños cantos. Los altos álamos, robles, tipas y eucaliptus sacudían y desparramaban sus ramas bajo la lluvia como si realizaran una acongojada y mórbida danza ritual.
Los animales habían desaparecido del paisaje, con excepción de Tigre, el gato de la abuela, que miraba temeroso el agua espumante desde su escondite, en las molduras del tejado, junto a la galería. ¿Porque no estaría durmiendo acurrucado junto a Chispi en uno de los sillones de la galería? Chispi era esa gatita suave y blanca que sorprendía en la oscuridad como una pequeña chispita refulgente.
Yo, sin embargo, sabía que estaba a salvo, querida y cómodamente instalada sobre la gran mesa de madera de la cocina, atenta al sereno ir y venir de Juana, abriendo y cerrando tarros, amasando, preparando el agua, la sartén y un gran pote de grasa de vaca, cucharas de madera, azúcar, fuentes y muchas, muchas... otras cosas más.
Ella, mientras iba y venia, me hablaba con voz muy dulce, contándome pequeñas historias infantiles. Pero aunque intentara distraerme yo no perdía pisada del ritmo de su casera fábrica de Tortas Fritas.
Tomaba pequeños pedazos de masa entre sus manos y aprecia aplaudirla, hacia ruido con ellos moviéndola rápidamente de un lado al otro. Y para cuando la apoyaba sobre la tabla, allí estaba: redonda, perfecta y con un hoyo en el medio.
La cacerola de hierro que había puesto sobre el fuego con la grasa, había comenzado a hacer unos crujidos raros pero Juana la miraba complacida y vigilaba si el fuego necesitaba mas leña, abriendo y cerrando una puertita de hierro de la enorme cocina de campo.
Para cuando termino con la masa, ya la olla hacia un chasquido continuo y despedía un olor sumamente agradable.
Juana tomó una especie de cuchara con agujeros y mango muy largo y fue metiendo en la olla poco a poco una a una sus hermosas tortitas. Las cuidaba removiéndolas y al rato las sacaba cuando tenían un color castaño claro con pequeños globitos por todos lados.
Las iba poniendo sobre una gran fuente a la que le había puesto unos papeles blancos encima, después, ponía en un tarro raro, mucho azúcar y las rociaba con ella por ambos lados.
Yo ya había conseguido comerme una y tener otras dos enfriándose en un plato, con mermelada de tomate arriba, pero ya lo suficientemente tibias como para que Juana me dejara tocarlas de cuando en cuando. Para entonces ella ya iba por las últimas que quedaban.
En el otro extremo había una gran bandeja de plata en la que había puesto el mate, uno alto con pie (el preferido de mi Abuelita), también había jalea, mermelada de tomate, bizcochos, azúcar, la tetera rara y grande, llena de agua humeante y una fuente grande con una carpeta de hilo bordado, llena pero muy llena de Tortas Fritas.
Cuándo terminó con la última, sacó la olla del fuego y la puso bien lejos, ¡ah! Pero primero puso todo el líquido que tenia adentro de un jarro grande de barro, que dejó arrinconado.
Finalmente y con cara de gran satisfacción (yo ya conocía esa cara) dijo -- Venga mi cielo, vamos a llevarle el mate a la abuela. -- Me tomó entre sus brazos, me limpió la boca y las manos, me dio un beso y me puso en el suelo.
Con el placer de haber colaborado en tan importante tarea, corrí primera hacia el jardín de invierno, en donde la Abuelita estaba entretenida con su bordado.
-- Querida -- dijo con su voz tierna, suave y tintineante al venir y dejando a un lado su tarea continuó:
-- ¿Ya termino Juana en la cocina? --
Yo me reí con toda la picardía de un cómplice amado.
Me bamboleaba como una bailarina de cajita de música, sabiéndome acariciada por su mirada.
La lluvia empañaba los vidrios, haciendo el interior aún más acogedor y seguro.
Mientras tanto Juana aparecía con la gran bandeja en la mesa del servicio.
Y la Abuelita dijo suspirando y como para sí misma:
-- ¡Ah, que placer! ¡Nada mejor para una tarde de lluvia que un buen mate con tortas fritas! --
Y sus palabras aun vienen a mi mente cuando la lluvia repiquetea en mi ventana.
Entonces me llega ese cálido olor a grasa de vaca, de yerba caliente, de pasto mojado y aquel perfume suave con olor a violetas que usaba mi abuela.
Lo siento vivido, lo siento persistente y aquí mismo. Aunque mis chorreadas ventanas miren al Central Park, y mi computadora se queje un poco cuando la dejo para observar la lluvia caer fuerte y pareja.
Y pienso, no ya en la distancia o en la muerte, sino en lo imperceptible de aquellos cuarenta años que nos separan...
FIN
Belgrano, Septiembre de 1994.
El viento hacia temblar las ventanas y los viejos postigones chirriaban y se golpeteaban con el sonido más tenebroso por mi conocido. Gruesos chorros caían con fuerza desde el cielo como si los mares se hubieran dado vuelta y se ensañaran con nosotros. El agua se escurría por todos lados creando grandes lagunas en el campo. Algunas rendijas goteaban y silbaban extraños cantos. Los altos álamos, robles, tipas y eucaliptus sacudían y desparramaban sus ramas bajo la lluvia como si realizaran una acongojada y mórbida danza ritual.
Los animales habían desaparecido del paisaje, con excepción de Tigre, el gato de la abuela, que miraba temeroso el agua espumante desde su escondite, en las molduras del tejado, junto a la galería. ¿Porque no estaría durmiendo acurrucado junto a Chispi en uno de los sillones de la galería? Chispi era esa gatita suave y blanca que sorprendía en la oscuridad como una pequeña chispita refulgente.
Yo, sin embargo, sabía que estaba a salvo, querida y cómodamente instalada sobre la gran mesa de madera de la cocina, atenta al sereno ir y venir de Juana, abriendo y cerrando tarros, amasando, preparando el agua, la sartén y un gran pote de grasa de vaca, cucharas de madera, azúcar, fuentes y muchas, muchas... otras cosas más.
Ella, mientras iba y venia, me hablaba con voz muy dulce, contándome pequeñas historias infantiles. Pero aunque intentara distraerme yo no perdía pisada del ritmo de su casera fábrica de Tortas Fritas.
Tomaba pequeños pedazos de masa entre sus manos y aprecia aplaudirla, hacia ruido con ellos moviéndola rápidamente de un lado al otro. Y para cuando la apoyaba sobre la tabla, allí estaba: redonda, perfecta y con un hoyo en el medio.
La cacerola de hierro que había puesto sobre el fuego con la grasa, había comenzado a hacer unos crujidos raros pero Juana la miraba complacida y vigilaba si el fuego necesitaba mas leña, abriendo y cerrando una puertita de hierro de la enorme cocina de campo.
Para cuando termino con la masa, ya la olla hacia un chasquido continuo y despedía un olor sumamente agradable.
Juana tomó una especie de cuchara con agujeros y mango muy largo y fue metiendo en la olla poco a poco una a una sus hermosas tortitas. Las cuidaba removiéndolas y al rato las sacaba cuando tenían un color castaño claro con pequeños globitos por todos lados.
Las iba poniendo sobre una gran fuente a la que le había puesto unos papeles blancos encima, después, ponía en un tarro raro, mucho azúcar y las rociaba con ella por ambos lados.
Yo ya había conseguido comerme una y tener otras dos enfriándose en un plato, con mermelada de tomate arriba, pero ya lo suficientemente tibias como para que Juana me dejara tocarlas de cuando en cuando. Para entonces ella ya iba por las últimas que quedaban.
En el otro extremo había una gran bandeja de plata en la que había puesto el mate, uno alto con pie (el preferido de mi Abuelita), también había jalea, mermelada de tomate, bizcochos, azúcar, la tetera rara y grande, llena de agua humeante y una fuente grande con una carpeta de hilo bordado, llena pero muy llena de Tortas Fritas.
Cuándo terminó con la última, sacó la olla del fuego y la puso bien lejos, ¡ah! Pero primero puso todo el líquido que tenia adentro de un jarro grande de barro, que dejó arrinconado.
Finalmente y con cara de gran satisfacción (yo ya conocía esa cara) dijo -- Venga mi cielo, vamos a llevarle el mate a la abuela. -- Me tomó entre sus brazos, me limpió la boca y las manos, me dio un beso y me puso en el suelo.
Con el placer de haber colaborado en tan importante tarea, corrí primera hacia el jardín de invierno, en donde la Abuelita estaba entretenida con su bordado.
-- Querida -- dijo con su voz tierna, suave y tintineante al venir y dejando a un lado su tarea continuó:
-- ¿Ya termino Juana en la cocina? --
Yo me reí con toda la picardía de un cómplice amado.
Me bamboleaba como una bailarina de cajita de música, sabiéndome acariciada por su mirada.
La lluvia empañaba los vidrios, haciendo el interior aún más acogedor y seguro.
Mientras tanto Juana aparecía con la gran bandeja en la mesa del servicio.
Y la Abuelita dijo suspirando y como para sí misma:
-- ¡Ah, que placer! ¡Nada mejor para una tarde de lluvia que un buen mate con tortas fritas! --
Y sus palabras aun vienen a mi mente cuando la lluvia repiquetea en mi ventana.
Entonces me llega ese cálido olor a grasa de vaca, de yerba caliente, de pasto mojado y aquel perfume suave con olor a violetas que usaba mi abuela.
Lo siento vivido, lo siento persistente y aquí mismo. Aunque mis chorreadas ventanas miren al Central Park, y mi computadora se queje un poco cuando la dejo para observar la lluvia caer fuerte y pareja.
Y pienso, no ya en la distancia o en la muerte, sino en lo imperceptible de aquellos cuarenta años que nos separan...
FIN
Belgrano, Septiembre de 1994.
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