La noche anterior a la mudanza la casa era un verdadero caos.
Eduardo había trabajado como sin cesar las ultimas semanas y encima después del trabajo, para terminar de organizar todas las cosas que Teresa no sabia, o no podía, estaba realmente agotado.
Teresa no había tenido un minuto de descanso desde hacia varios meses y en los últimos días la presión se había incrementado creándole tensiones bastante dolorosas en las cervicales. Realmente era un manojo de nervios.
Los chicos estaban excitadísimos y saltaban y gritaban sin parar y el desorden reinante les había permitido bañarse a deshora, o no hacerlo... dormirse con el televisor prendido y cenar super tarde. Y todo eso mas el ajetreo y la ansiedad por el cambio de colegio, los mantenía inusualmente encendidos.
Los dos gatos corrían y saltaban por entre las cajas a medio cerrar y jugaban a las escondidas en los canastos de la ropa blanca y la perra ya había deshecho dos felpudos y un par de trapos para el piso.
La amiga que los iba a ayudar, se había enfermado muy inconvenientemente y en las ultimas semanas había acudidos muy pocas veces, por lo que Teresa había tenido que trabajar tiempo extra para la casa, la comida y para los chicos.
Ellos hubieran deseado contratar a una empresa grande y seria, pero los costos eran muy altos y no podían pagarlos.
Eduardo también hubiese deseado que Teresa y los chicos hubieran podido hacer el viaje en avión y ahorrarles a todos el garrón de los dos días de viaje que les esperaban hasta El Dorado, en Misiones, donde los aguardaba su destino.
El luego de mucho buscar había conseguido el puesto de Encargado de un Aserradero y si bien las condiciones no eran las optimas, la situación imperante en el país no daba para despreciar ninguna oportunidad.
Teresa era maestra y ya se había conectado con un par e escuelas de la zona, una era en la que había logrado inscribir a los chicos, ella estaba entusiasmada pero también muy asustada y no deseaba transmitirle su desesperación a sus hijos, ni sobrecargar de presiones a su ya tan desgastado marido.
El aserradero les daba una casita en el pueblo y una camioneta para uso de el, por lo que Teresa podría manejarse con el pequeño y antiguo autito que tenían.
Ante el hambre y la indigencia, todo lo demás parecía ser maravilloso.
La mañana siguiente amaneció con el cielo cubierto y promesas de chaparrones...
¡Solo eso les faltaba!
El camión de la mudanza era de un primo de un amigo de Eduardo, que debía hacer ese viaje ya que transportaba mercadería proveniente de la Triple Frontera, y al ir semi vacío les hacia la gauchada de llevarle las escuetas cosas con las que ellos contaban.
Llego como había prometido a las 6:30 de la mañana y recién para las 9 habían terminado de cargar todo.
Teresa y una vecina limpiaban detrás del desparramo a todo trapo y para las 10 habían podido entregar el departamento alquilado al administrador, quien les había descontado casi todo el deposito en, según el en reparaciones, pero tontas y sobrevaluadas... pero estaban tan hartos de pelear, que Eduardo discutió un par de puntos, logro recuperar algo y acto seguido montaron al auto y emprendieron viaje.
La noche la pasarían en un pueblo del norte de Corrientes, en donde les habían recomendado una posada y ya habían combinado con los dueños, para que los esperase y para ver si podrían pagarlo.
Si bien el auto tenia ya unos cuantos años, Eduardo se daba maña para mantenerlo en forma y andaba impecablemente bien.
Los chicos durmieron los primeros doscientos kilómetros y para cuando se despertaron, con un ataque de hambre, Teresa y Eduardo se habían tomado dos termos de mate y parte de un budín de los que había hecho para el viaje.
Teresa con gran esmero les dio de comer, pollo al horno, bocadillos de acelga, pan y un huevo duro para cada uno, de postre había llevado unas bananas y manzanas. Y se terminaron una de las dos botellas de jugo que había preparado.
La tarde fue tranquila, pararon para darle de comer a la perra, ir al baño y cargar gasoil.
Los gatos habían ido dentro de un gran canasto con su comida, agua y una fuente con aserrín y arena, para que hicieran sus necesidades, dentro del camión de la mudanza.
Antes del anochecer les pareció haber pasado al camión, pero no estaban seguros.
A la posada llegaron a media noche, era humilde pero limpia, durmieron profundamente, desayunaron con gran apetito, pan casero, leche y manteca de campo y mate cocido.
Fue un verdadero festín.
Don Ramón el dueño del lugar les hirvió agua caliente para los dos termos y les ayudo con la preparación de nuevos jugos y les dio pan, un pedazo de queso y una longaniza para el camino, cosas que dijo estaban incluidas en el precio de la habitación.
Ese segundo día se les hizo interminable, la perra estaba muy inquieta y despertaba continuamente a los chicos, los que terminaron estando más inquietos que la perra...
Y de pronto... el cartel que anunciaba - El Dorado, 70 Km. ¡Finalmente!
Parecieron los setenta kilómetros más largos de su vida y para cuando encontraron la casa ya eran como las siete de la tarde y el camión del Cholo estaba esperándolos, con bastante apuro.
La casa daba lastima, estaba bastante vieja y arruinada y para colmo tenia suciedad de años, pero tenia una galería posterior que miraba a un extenso terreno con pretensiones de jardín.
Tenía tres habitaciones, contando la cocina, y un baño.
Teresa limpio por encima la habitación del frente, para que allí pudieran descargar las cosas y mienta lo hacían se dedico a limpiar la otra habitación, que usarían esa noche de dormitorio y aunque más no fuera por encima la cocina para poner la mesa y el aparador.
Los gatos habían hecho estragos en el canasto, se los arreglo como pudo y los mantuvo allí dentro ya que estaban en estado de pánico.
Mientras tanto los chicos se revolcaban por la tierra en el patio junto con la perra que no paraba de correr.
Cuando el Cholo se fue, Teresa improvisó un a cena, lavó a los chicos y los metió en la cama. Y mientras ella arreglaba la cama para ellos, él acomodó un poco más los muebles y ordenó la cocina, prendió el calefón y lavó los platos.
Cuando terminaron, se abrazaron y besaron con profunda ternura...
Sacaron unas sillas a la galería, Eduardo llevó el vinito de la cena y los vasos, y así, uno junto al otro, bajo ese espléndido cielo estrellado, se sintieron más juntos y unidos que nunca...
Ambos tenían esa sensación de satisfacción que da el sentir que se ha tomado la decisión correcta.
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jueves 13 de junio de 2002, Vicente López
Graciela Mariani
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